KAIZEN O EL BARÓN RAMPANTE

María Santoyo

Ante el reto, siempre azaroso, algo vergonzante, de versar sobre la creación ajena, el término sublime es el mejor comodín.

El concepto de Longino, rescatado por el Renacimiento, reivindicado por el Barroco y reinventado por el Romanticismo, no ha perdido su acertada vigencia con el paso de los siglos. Simplificando las cosas al máximo, y haciendo de las artes un asunto bipolar, por descarte, todo lo que no es bello, es sublime.
La belleza extrema y dolorosa a la que hace referencia el término es el resultado de la asunción, apesadumbrada y determinista, de que la mano del hombre no puede producir belleza, sino que ésta nos viene dada, con una intensidad a veces abrumadora. Podemos tratar de representarla, imitarla, pero con reverencia y humildad. La belleza ya es. Recrearla es una empresa pretenciosa y utópica. De ahí la fascinación romántica por la naturaleza desbordada, por los tentadores acantilados, por las menguadas y compungidas figuras humanas, seres sobrecogidos ante lo imposible, retratos agorafóbicos de nuestra insignificancia.

En el arte se suceden períodos de atracción por el caos, y períodos armónicos, de regulación y esmero canónico. Por lo general, estos ciclos van muy asociados al contexto social y económico, pero este es un aspecto en el que no voy a detenerme, por no restar brillo y fuerza metafórica al texto.

La creación actual opta de forma más o menos generalizada por lo sublime. El exceso estético e intelectual —o pseudointelectual— es una constante en el arte de nuestros días. También es cierto que la incorporación de nuevas y diversas tecnologías a la práctica artística ha contribuido en mucho a esta tendencia. Sin embargo, pese a las aportaciones de la modernidad, pese al paso del tiempo y pese a la popularización de las diversas teorías estéticas, la representación del caos conlleva hoy la misma frustración que en el XIX. La diferencia es que hoy el artista no es consecuente con sus frustraciones, y en lugar de suicidarse, se resigna. Emprende, una y otra vez, la búsqueda de alquimias que hagan ese caos más tangible, creando paraísos artificiales más cercanos al Hades que al Edén.

En raras ocasiones, lo sublime es el medio y no el fin. El artista supera su congoja y, sin renunciar a su fascinación por el caos, lo sobrevuela, lo hace suyo, y lo reorganiza en función de sus deseos. Dicho en otras palabras, para avistar el bosque, se encarama a lo alto de un árbol, obtiene una vista panorámica, vuelve a descender y representa desde abajo lo que ha percibido en las alturas. En tal caso, el espectador, que no ha experimentado tal “ascensión”, percibe un caos inicial, y superada la turbación, advierte que no es más que aparente.

He tenido ocasión recientemente de detenerme con cierta comodidad —sin prisas y sin tumultos— ante un cuadro de Van Gogh, conocido como todos ellos, que representa a una pareja espectral caminando en un bosque. Van Gogh, que es sin duda la encarnación de lo sublime —él sí que fue consecuente con sus frustraciones—, dispuso en su lienzo un punto de fuga y un haz de luz cromática que, sin ordenar el abigarrado bosque, le aportaba un elemento armónico yesperanzador.

Así, lo aparentemente confuso, excesivo y colmado, recobra una dimensión abarcable por el ojo humano. Esta es una interesante interpretación de lo sublime. Formalmente, sigue las mismas pautas de siempre, tendentes al horror vacui, pero renunciando a su determinismo. El hombre triunfa de nuevo ante esa entelequia, esa idea inventada que es hoy la naturaleza.

El hombre, exasperado ante lo inhóspito de su medio, se encarama a los árboles. A diferencia del Barón de Rondò, que permanece en las alturas el resto de su vida, el hombre contemporáneo desciende en ocasiones, a veces incluso cae, pero goza de cierta tranquilidad, pues por unos escasos segundos, ha visto —o ha imaginado— el todo. El árbol, por una vez, le ha dejado ver el bosque.